lunes, 27 de enero de 2014

"In Memoriam" (VI Parte)


Amo la noche de invierno, esa que ya se asoma a esta parte del país. Sobre todo la noche donde uno se inspira y puede escribirle a alguien o algo, donde afloran de nuevo esos sentimientos que a veces uno cree perdido y esta noche recordé como siempre a mi adorado Alejandro. Sentía algunas veces que ya no debería torturarme con su recuerdo ya que esa decisión de la cual él hablaba nunca fue descubierta para mí, me hacía dudar de su sinceridad durante esos cinco años o más que habíamos compartido juntos. Es difícil olvidar cuando se ha compartido mucho. Y yo aún lo seguía amando.

A mi ojos llegó la portada de un libro que yacía en el suelo debajo del escritorio, me levanté perezosamente de la cama a recogerlo y al lado de éste había una caja que hasta ese momento no me había dado cuenta que aún existía. Lo sacudí y encontré una colección de libros y garabatos que yo había querido reprimir de aquella casa donde vivían mis padres. Recogí uno por uno los libros y los casettes de música rebelde como lo titulaba mi padre. De entre ellos encontré la primera de las primeras tantas cartas que había escrito a Alejandro y que no se lo había enviado por la tanta vigilancia que mi madre había proferido sobre mí de forma imperante. Abrí la primera que decía lo siguiente:


9 Abril...
Alejandro mío:
¡Cuánto te he extrañado! He soñado tantas veces con ese día, el día que dijiste que nos escaparemos de esta peste lugar, tenía muchas ideas sobre nuestra vida juntos, no sabes cuánto te amo querido mío, quisiera tenerte a mi lado y abrigarte de este frío tan tormentoso que empezó por aquí. No he podido salir a verte como antes porque mi muy malvada madre me lo ha prohibido, incluso me ha restringido salir al patio a pasear al menos que sea con alguno de mis hermanos... no sé si sospeche algo. Faltan 6 días y estoy muy ansiosa de verte aparecer por esa ventana. Te envío un fortísimo abrazo de oso.
                                                                                                     Te quiero.

Esta carta invocó algunos recuerdos que creía olvidados o mi tan mala memoria había guardado en uno de los rincones de mi mente. Me trajo alegría y nostalgia al leerlo. No sé si él estuviera recordando las mismas cosas que yo en este momento.

¡Cuánto lo he amado! Quisiera verlo otra vez, solo una vez más pero una contradicción y una idea ferviente pasa por mi mente pensando que ya podría amar a otra persona... era cuestión de olvidarlo teniendo estas ideas en mente.

Adjunto a esta carta había una foto tuya, tenías apenas 18 años en esta imagen, tu cabello estaba largo a comparación del que llevabas cuando nos despedimos, tenías los ojos café, esa mirada tan envolvente, esa sonrisa que yo amaba. Dejé caer la lágrima que tanto oprimía mi alma y dejé que me consumiera cuando encontré una foto de nosotros juntos. ¿Te acuerdas de esa foto? Habíamos ido a pasear al parque donde se exponían trabajos de arte, habían tantos cuadros hechos a grafito que nos pintaron y que por ello me había interesado estudiar arte... Compraste un dulce el cual ya no recuerdo el nombre pero recuerdo aún el sabor. Una señora que había llegado a hacer turismo y que muy amablemente nos tomó esa foto, donde yo te abracé y tú me dabas un beso en la frente, donde nuestras manos estaban juntas, donde yo sonreía con tanta felicidad, donde tú mirabas de reojo a la cámara y se descubría de a pocos el hermoso color de tus ojos. Llevabas esa remera negra que te gustaba y una boina de ‘artista’....

Sequé las lágrimas que caían mucho más esta vez... y continué leyendo la segunda carta que había en ese sobre:

Abril 11...


Alejandro querido:

Soy la persona más feliz sobre la tierra en estos momentos. Ayer te vi aparecer por esa ancha ventana, entrando como todo un Romeo. No sé cómo has podido pasar sobre esos perros que mi madre trajo, tal vez tu demasiado amor hacia los animales los convirtió en amigos y cómplices tuyos.

Fue agradable que me acompañases ayer en la noche. Apenas pisaste el cuarto empezó una infernal lluvia que te obligó a quedarte a mi lado a pesar de que se acercara mi madre a mi habitación. El chocolate caliente en esa noche de lluvia fue perfecto. Me gustó que empezaras a leerme ese libro que detestaba pero que cuando le colocaste esa entonación, esa melodía, esa voz, tu voz me atraía mucho; te dije que era algo aburrido y fue por eso que nos quedamos dormidos leyendo. No sé en qué momento te fuiste loco amante.

Creo que podré soportar 4 días más sin verte e irme de este lugar, además mañana se acaba mi castigo, podré salir de nuevo a aquel parque de las pinturas...


                                                                                                  Helena



Habían sido todos esos momentos los más felices de mi vida. 


Desapareciste por unos días, no hubo mensajes ni ruidos extraños fuera de casa, ni maullidos como lo hacía Huck Finn. Cada vez que hacías eso, escuchaba a mi madre decir que tal vez era un gato abandonado que agonizaba, que era algún tipo de espécimen o cosas parecidas, mi padre creía más en el espécimen o tal vez un tipo de maldición, Amelia pensaba en los fantasmas y se encerraba en su cuarto mientras que Matías, valiente y curioso, quería salir a explorar y yo,... yo sabía que eras tú. Te salía muy bien ronronear pero el maullido era lo peor que había escuchado y para no reírme delante de ellos corrí hacia mi habitación y solté una carcajada que al final lo llegaron a escuchar.

Tuve que tener un confidente dentro de casa y ese confidente fue mi hermano menor. Y esa curiosidad y esas ganas de explorar eran a su vez complicidad y ayuda que traía a mis manos algunas cartas que Alejandro me enviaba. 
A Matías le había agradado Alejandro pero sin duda no sabía de nuestros planes. Salíamos a escondidas con él a esos juegos que habían por algunos parques, al teatro, adónde él quisiera a cambio de su complicidad. No puedo evitar reírme cuando un día te apareciste con muchos dulces, chocolates y chicles para Matty y de los cuales yo cogí algunas. Él te quería mucho por los trucos de ‘magia’ que hacías, por las bromas, los dibujos...


Siempre tenías un dulce en el bolsillo o una barra de chocolate y un infaltable cigarrillo.

Íbamos a fugarnos, teníamos todo planeado y mi equipaje ya estaba listo, pero ningún mensaje de alerta. Tal vez habías ido a casa a recoger también tus pertenencias y Lucía, tu madre, no te había permitido salir o quizá te habría ocurrido algo. Estuve preocupada. 



Quince de Abril. ¿Te acordarás de aquel día? Eran las diez menos doce...

martes, 21 de enero de 2014

"El Sanador Insano"



¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mías?

Miguel De Cervantes Saavedra



Para la Psicología, los rituales y pensamientos obsesivos frecuentemente se producen con un propósito y un enfoque basados en la edad. A través de ellos, solemos aprender nuestras primeras nociones del orden, limpieza y socialización; claro está, si es que una de estas no se vuelve tan significativa que no nos podemos desprender de ella, al grado de llegar a coartar nuestra propia libertad.

Alfonso Hernández Cruz, “Poncho”, como lo llamaban de cariño en su familia, había aprendido esto y más sobre el trastorno obsesivo compulsivo, una etiqueta impuesta por varios especialistas en salud mental, con la que empezó a vivir a partir de los veinte años, cuando notó que en su conducta había algo diferente a la de un chico promedio de su edad. Todas las mañanas, Poncho llevaba a cabo un ritual que marcaría su día, si es que todo salía bien, aunque, si algo desviaba el ritual, seguro que habría problemas. Al despertar, tomaba un baño y, al terminar, se miraba en el espejo frente al lavabo, en el que solo podía reflejarse su cara y su torso; luego palpaba y nombraba cada parte de su rostro: “Este es mi cabello, estos son mis ojos, esta es mi boca…” y así sucesivamente, hasta terminar mencionando hasta el más pequeño lunar que vislumbraban sus ojos. El ritual finalizaba cuando, al vestirse, se cercioraba de que toda su ropa estuviera correctamente colocada. Para ello, había establecido que la colocación de cada prenda tenía su propio número de pasos: para su camisa, contaba en voz alta hasta el siete, equivalente a los siete botones de este atavío, los que nunca debía poner de forma incorrecta; para el pantalón, eran dos pasos, para el cinturón tres y, para los zapatos, cuatro movimientos en cada nudo. Cualquier interrupción era motivo para empezar de nuevo todo el ritual, y, como una manera de evitarlo, una vez que ponía un pie fuera de la cama, salía de inmediato a su puerta y colocaba un cartel fosforescente escrito en letras mayúsculas que indicaba: “NO ESTOY, NI INTENTE TOCAR. VOLVERÉ EN DOS HORAS”. Luego se disponía a desconectar cualquier artefacto de su casa que pudiera ocasionar ruido, comenzando por los teléfonos y un reloj digital que tenía en la sala. Entonces, y solo entonces, después de haber realizado al detalle el ritual antes mencionado, podía salir de su casa. Alfonso había consultado a diversos especialistas en busca de un cambio y de entendimiento de su extraña conducta, y en ninguno encontró tanto apoyo como en José Luis Miller, un psicoanalista de edad madura, de quien recibía terapia desde hacía más de cinco años, sin ningún cambio significativo. A pesar de esto, el paciente asumía una persistencia y puntualidad solo atribuible al establecimiento de una buena transferencia. Cierto día, estando en la consulta, Alfonso contó a su analista un sueño que lo había dejado totalmente perplejo, y el cual no lograba entender: “Anoche soñé que era un niño, y la sombra de un hombre alto y robusto me jalaba del brazo con fuerza, luego me colocaba frente a un enorme espejo y me gritaba: ‘Tú no eres nada ni nadie’.

Entonces, desaparecía la sombra y me quedaba solo frente al espejo, más no podía reflejarme en él”. El psicoanalista hizo un ademán pensativo: “¿Podría usted hablarme de cómo fue la relación con su padre en la infancia?”, cuestionó, con su soporífero tono de voz. Alfonso respondió al instante con una mueca y trató de recordar: “Ya le he dicho antes que esa pregunta me incomoda, en realidad no tengo muchos recuerdos sobre mi padre, yo era muy pequeño cuando nos abandonó a mi madre, a mis hermanos y a mí, no hay nada de él que venga a mi mente, supongo que no tuvimos tiempo suficiente para convivir”, respondió con apatía el paciente. — ¿Y por qué se fue?, ¿te ha dicho tu madre? —replicó el analista. —No lo sé; antes de su fallecimiento, mamá siempre trató de ocultarme la razón que tuvo para marcharse —dijo Alfonso, mientras pretendía rascarse la cabeza, tratando de evadir la contumacia del experto. —Vamos Alfonso, es importante que recuerdes algún evento bueno o malo al lado de tu padre, esto podría ayudarte, después de tantos años de buscar una respuesta a tu conducta; hazlo por ti, se trata de tu terapia, tu camino personal hacia el cambio — expresó el psicoanalista, alzando la voz en un tono enérgico.

Alfonso cerró los ojos, los oprimió un instante, luego los destensó lentamente y así se mantuvo por varios minutos, hasta que decidió romper el silencio, aún con los ojos cerrados. —Estoy en mi cuarto, visto una pequeña playera estampada, juego con mi pelota. Ahora escucho un ruido en la recámara de junto, me asomo, sosteniendo mi pelota, la puerta está abierta y ahí se encuentran mis padres discutiendo. Mi madre llora y me pide que me retire, ¡mi papá la golpea tanto que la deja inconsciente sobre la cama...! “¡Detente!”, digo, pero no escucha. Después se dirige hacia mí, me toma del brazo y me conduce hacia un enorme espejo, frente al cual mamá solía arreglarse todas las mañanas. Me dice, en tono amenazador, “Mírate bien, ¿acaso te pareces a mí?, siempre lo sospeché, mírate bien, no eres nadie, no eres nada. ¿Acaso luces como yo? No, porque no eres mi hijo, no eres nadie”. Dicho esto, Alfonso cesó de hablar, se llevó las manos a la cabeza y comenzó a llorar: “No puedo más, no, no, no soy nadie”. El psicoanalista se restringió realizar acto cualquiera, hasta que vio disminuida su aflicción. —Dígame, Alfonso, ¿a quién buscas, entonces, todas las mañanas, cuando te miras al espejo? —expresó el analista. El paciente tornó su semblante de congoja al de asombro: “¡Eso es!”, dijo, con efusividad. — ¿Acaso dudas de tu propia existencia? ¿Cómo te demuestras a ti mismo que existes realmente? ¿Cómo sabes que eres tú? —enfatizó el psicoanalista. Esas preguntas fueron para el paciente lo análogo a la iluminación budista, un insight, hacer clic… qué más daba nombrarlo de modo alguno, si había generado un cambio. Ni cinco años de terapia, ni tres de medicarse con Paroxetina le habían revelado a Alfonso lo que una noche descubrió a través de un sueño. La sesión se dio por terminada, Alfonso se despidió de José Luis de la forma habitual, pero ambos intuían que sería la última vez que se verían, al menos, como terapeuta y paciente. Al anochecer, cuando el psicoanalista hubo terminado todas sus consultas, se retiró a casa, y al llegar, dio lugar a una peculiar rutina que hacía años venía efectuando: estacionó su coche frente a la acera de su domicilio, aplaudió dos veces al bajar, dio dos pasos a la derecha, dos a la izquierda, caminó con cautela sólo sobre los mosaicos rojos de su terraza, hasta quedar justo frente a la puerta, donde, con sus dos manos colocó la llave, giró la perilla y finalmente entró a su solitario hogar.



"Cuentos de locura para psicólogos cuerdos"
Pedro E. Vasquez

domingo, 5 de enero de 2014

"La Canción de Flor de Mayo"

Flor de Mayo, como un rayo
de la tarde, se moría...
Yo te quise, Flor de Mayo,
tú lo sabes; ¡pero Dios no lo quería!

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, cantando irán.

Flor de Mayo ni se viste
ni se alahaja ni atavía;
¡Flor de Mayo está muy triste!
¡Pobrecita, pobrecita vida mía!

Cada estrella que palpita,
desde el cielo le habla asi:
«Ven conmigo Florecita,
brillarás en la extensión igual a mí.»

Flor de Mayo, con desmayo,
le responde: «¡Pronto iré!»
.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..
Se nos muere Flor de Mayo,
¡Flor de Mayo, la Elegida, se nos fue!

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, llorando irán...

«¡No me dejes!», yo le grito;
«¡No te vayas, dueño mío:
el espacio es infinito
y es muy negro y hace frío, mucho frío!»

Sin curarse de mi empeño,
Flor de Mayo se alejó,
y en la noche, como un sueño,
misteriosamente triste se perdió.

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, ¡ay cómo irán!

Al amparo de mi huerto
una sola flor crecía:
Flor de Mayo, y se me ha muerto...
Yo la quise, ¡pero Dios no lo quería!


                            Amado Nervo

"Dormir"

¡Yo lo que tengo, amigo, es un profundo
deseo de dormir!... ¿Sabes?: el sueño
es un estado de divinidad.
El que duerme es un dios... Yo lo que tengo,
amigo, es gran deseo de dormir.

El sueño es en la vida el solo mundo
nuestro, pues la vigilia nos sumerge
en la ilusión común, en el océano
de la llamada «Realidad». Despiertos
vemos todos lo mismo:
vemos la tierra, el agua, el aire, el fuego,
las criaturas efímeras... Dormidos
cada uno está en su mundo,
en su exclusivo mundo:
hermético, cerrado a ajenos ojos,
a ajenas almas; cada mente hila
su propio ensueño (o su verdad: ¡quién sabe!)

Ni el ser más adorado
puede entrar con nosotros por la puerta
de nuestro sueño. Ni la esposa misma
que comparte tu lecho
y te oye dialogar con los fantasmas
que surcan por tu espíritu
mientras duermes, podría,
aun cuando lo ansiara,
traspasar los umbrales de ese mundo,
de tu mundo mirífico de sombras.

¡Oh, bienaventurados los que duermen!
Para ellos se extingue cada noche,
con todo su dolor el universo
que diariamente crea nuestro espíritu.
Al apagar su luz se apaga el cosmos.

El castigo mayor es la vigilia:
el insomnio es destierro
del mejor paraíso...

Nadie, ni el más feliz, restar querría
horas al sueño para ser dichoso.
Ni la mujer amada
vale lo que un dormir manso y sereno
en los brazos de Aquel que nos sugiere
santas inspiraciones. ..
«El día es de los hombres; mas la noche,
de los dioses», decían los antiguos.

No turbes, pues, mi paz con tus discursos,
amigo: mucho sabes;
pero mi sueño sabe más... ¡Aléjate!
No quiero gloria ni heredad ninguna:
yo lo que tengo, amigo, es un profundo
deseo de dormir...

                                     Amado Nervo

miércoles, 1 de enero de 2014

"Las cosas que no nos dijimos" - Carta de Tomas a Julia


Septiembre de 1991

Julia:

He sobrevivido a la locura de los hombres. Soy el único superviviente de tan triste aventura. Como te escribía en mi última carta, por fin partimos en busca de Masud. He olvidado en el fragor de la explosión que aún resuena en mí por qué era tan importante para mí reunirme con él. He olvidado el fervor que me animaba para filmar su verdad. No vi más que el odio que rozaba mi cuerpo y el que se llevó por delante a mis compañe- ros de viaje. Los habitantes de la aldea recogieron mi cuerpo entre los escombros, a vein- te metros del lugar donde debería haber muerto. ¿Por qué la onda expansiva se contentó con lanzarme por los aires, cuando despedazó a los demás? Nunca lo sabré. Porque me creían muerto, me dejaron en una carreta. Si un niño no hubiera resistido al deseo de ponerse mi reloj en la muñeca, hasta el punto de vencer el miedo, si mi brazo no se hubi- era movido y el niño no hubiera empezado a gritar, probablemente me habrían enterra- do. Pero ya te lo he dicho: he sobrevivido a la locura de los hombres. Cuentan que cuan- do te llega la muerte, vuelves a ver en tu cabeza toda tu vida. Cuando la muerte te atra- pa con esa fuerza, no se ve nada de eso. En el delirio que acompañaba mi fiebre, yo sólo veía tu rostro. Habría querido darte celos diciéndote que la enfermera que me atendía era una joven bellísima, pero era un hombre, y su larga barba no era en absoluto seductora. He pasado estos cuatro últimos meses en una cama de hospital en Kabul. Tengo la piel quemada, pero no te escribo para quejarme. Cinco meses sin mandarte una sola carta es mucho tiempo cuando teníamos la cos- tumbre de escribirnos dos veces por semana. Cinco meses de silencio, casi medio año, es más todavía cuando hace tanto tiempo que no nos hemos visto ni nos hemos tocado. Es durísimo amarse a distancia, por eso te hago ahora esta pregunta que me asalta a diario. Knapp fue a Kabul en cuanto se enteró de la noticia. Tendrías que haber visto cómo lloraba al entrar en la sala, y yo también un poco, lo reconozco. Menos mal que el herido a mi lado dormía a pierna suelta, de lo contrario, ¿qué habrían pensado de nosotros esos soldados de inquebrantable valor? Si no te llamó nada más marcharse, para decirte que estaba vivo, fue porque le pedí que no lo hiciera. Sé que te había anunciado mi muerte, me tocaba a mí decirte que había sobrevivido. Quizá la verdadera razón sea otra, quizá al escribirte quiera dejarte la libertad de no interrumpir el duelo de nuestra historia, si ya lo has empezado. Julia, nuestro amor nació de nuestras diferencias, de esa hambre de descubrimientos que sentíamos todas las mañanas, intacta, al despertar. Y ya que te hablo de mañanas, nunca sabrás la cantidad de horas que pasé mirándote dormir, mirándote sonreír. Pues, aunque no lo sepas, sonríes cuando duermes. No contarás jamás cuántas veces te acur- rucaste contra mí, diciendo en sueños palabras que yo no comprendía; cien veces, es el número exacto. 

Julia, sé que construir juntos es otra aventura. Odié a tu padre, y luego quise comp- renderlo. ¿Habría actuado yo igual que él en las mismas circunstancias? Si me hubieras dado una hija, si me hubieras dejado solo con ella, si se hubiera enamorado de un extra- njero que vivía en un mundo hecho de nada, o de todo lo que me aterroriza, quizá habría actuado como él. Nunca me ha apetecido contarte todos esos años vividos al otro lado del Muro, no habría querido malgastar un segundo de nuestro tiempo con esos recuerdos del absurdo, merecías algo mejor que tristes relatos sobre lo peor de lo que son capaces los hombres, pero tu padre seguramente conocía todo eso y no era lo que esperaba para ti. Odié a tu padre por haberte raptado, dejándome ensangrentado en nuestra habitación, incapaz de retenerte. En mi rabia la emprendí a puñetazos con las paredes en las que aún resonaba tu voz, pero quería entender. ¿Cómo decirte que te amaba sin al menos ha- berlo intentado? A la fuerza, volviste a tu vida. ¿Te acuerdas?, siempre hablabas de las señales que la vida nos dibuja, pero yo no te creía, mas terminé por persuadirme de tu verdad, aunque esta noche en que te escribo estas líneas, aquí la verdad que im- pera sea la de lo peor que albergan los hombres. Te amé tal y como eras, y jamás querría que fueras de otra manera, te amé sin comp- renderlo todo de ti, convencido de que el tiempo me daría la manera de hacerlo; quizá en medio de todo ese amor olvidara a veces preguntarte si me amabas hasta el punto de ab- razar todo lo que nos separa. Quizá también nunca me dejabas tiempo de hacerte esta pregunta, como tampoco te lo dejabas a ti misma. Pero, a nuestro pesar, ese tiempo ha llegado. Regreso mañana a Berlín. Echaré esta carta en el primer buzón que vea. Te llegará, como siempre, dentro de unos días; si no me equivoco en mis cálculos, debería ser el 16 o el 17 de septiembre. Encontrarás en este sobre algo que guardaba en secreto; me habría gustado incluirte una foto mía, pero en estos momentos no tengo muy buen aspecto, y además sería un po- co presuntuoso por mi parte. Así que no es más que un billete de avión. Ya ves, ya no necesitarás trabajar largos meses para reunirte conmigo, si aún lo deseas. Yo también había ahorrado para ir a buscarte. Me lo había llevado conmigo a Ka- bul, tenía pensado mandártelo, pero como podrás ver… aún es válido. Te esperaré en el aeropuerto de Berlín el último día de cada mes. Si volvemos a vernos, juraré no separar a la hija que me des del hombre al que ame al- gún día. Y por muy diferente que sea, comprenderé a aquel que me la robe, comprenderé a mi hija, puesto que habré amado a su madre. Julia, nunca te guardaré rencor, respetaré tu elección, sea cual sea. Si no vinieras, si tuviera que marcharme solo de ese aeropuerto, el último día del mes, que sepas que lo comprenderé, es para decirte eso por lo que hoy te escribo. No olvidaré jamás el rostro maravilloso que la vida me regaló una tarde de noviembre, una tarde en que, habiendo recuperado la esperanza, trepé a un muro para caer en tus brazos, yo que venía del Este, y tú, del Oeste. Eres, y seguirás siendo en mi memoria, lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Me doy cuenta ahora de cuánto te amo al escribirte estas palabras. Hasta pronto, quizá. De todas maneras, estás aquí, siempre estarás aquí. Sé que, en alguna parte, respiras, y eso ya es mucho.
Te amo,

Tomas



Extracto de "Las cosas que no nos dijimos"
Marc Levy