Septiembre de 1991
Julia:
He sobrevivido a la locura de los hombres. Soy el único superviviente de tan triste aventura. Como te escribía en mi última carta, por fin partimos en busca de Masud. He olvidado en el fragor de la explosión que aún resuena en mí por qué era tan importante para mí reunirme con él. He olvidado el fervor que me animaba para filmar su verdad. No vi más que el odio que rozaba mi cuerpo y el que se llevó por delante a mis compañe- ros de viaje. Los habitantes de la aldea recogieron mi cuerpo entre los escombros, a vein- te metros del lugar donde debería haber muerto. ¿Por qué la onda expansiva se contentó con lanzarme por los aires, cuando despedazó a los demás? Nunca lo sabré. Porque me creían muerto, me dejaron en una carreta. Si un niño no hubiera resistido al deseo de ponerse mi reloj en la muñeca, hasta el punto de vencer el miedo, si mi brazo no se hubi- era movido y el niño no hubiera empezado a gritar, probablemente me habrían enterra- do. Pero ya te lo he dicho: he sobrevivido a la locura de los hombres. Cuentan que cuan- do te llega la muerte, vuelves a ver en tu cabeza toda tu vida. Cuando la muerte te atra- pa con esa fuerza, no se ve nada de eso. En el delirio que acompañaba mi fiebre, yo sólo veía tu rostro. Habría querido darte celos diciéndote que la enfermera que me atendía era una joven bellísima, pero era un hombre, y su larga barba no era en absoluto seductora. He pasado estos cuatro últimos meses en una cama de hospital en Kabul. Tengo la piel quemada, pero no te escribo para quejarme. Cinco meses sin mandarte una sola carta es mucho tiempo cuando teníamos la cos- tumbre de escribirnos dos veces por semana. Cinco meses de silencio, casi medio año, es más todavía cuando hace tanto tiempo que no nos hemos visto ni nos hemos tocado. Es durísimo amarse a distancia, por eso te hago ahora esta pregunta que me asalta a diario. Knapp fue a Kabul en cuanto se enteró de la noticia. Tendrías que haber visto cómo lloraba al entrar en la sala, y yo también un poco, lo reconozco. Menos mal que el herido a mi lado dormía a pierna suelta, de lo contrario, ¿qué habrían pensado de nosotros esos soldados de inquebrantable valor? Si no te llamó nada más marcharse, para decirte que estaba vivo, fue porque le pedí que no lo hiciera. Sé que te había anunciado mi muerte, me tocaba a mí decirte que había sobrevivido. Quizá la verdadera razón sea otra, quizá al escribirte quiera dejarte la libertad de no interrumpir el duelo de nuestra historia, si ya lo has empezado. Julia, nuestro amor nació de nuestras diferencias, de esa hambre de descubrimientos que sentíamos todas las mañanas, intacta, al despertar. Y ya que te hablo de mañanas, nunca sabrás la cantidad de horas que pasé mirándote dormir, mirándote sonreír. Pues, aunque no lo sepas, sonríes cuando duermes. No contarás jamás cuántas veces te acur- rucaste contra mí, diciendo en sueños palabras que yo no comprendía; cien veces, es el número exacto.
Julia, sé que construir juntos es otra aventura. Odié a tu padre, y luego quise comp- renderlo. ¿Habría actuado yo igual que él en las mismas circunstancias? Si me hubieras dado una hija, si me hubieras dejado solo con ella, si se hubiera enamorado de un extra- njero que vivía en un mundo hecho de nada, o de todo lo que me aterroriza, quizá habría actuado como él. Nunca me ha apetecido contarte todos esos años vividos al otro lado del Muro, no habría querido malgastar un segundo de nuestro tiempo con esos recuerdos del absurdo, merecías algo mejor que tristes relatos sobre lo peor de lo que son capaces los hombres, pero tu padre seguramente conocía todo eso y no era lo que esperaba para ti. Odié a tu padre por haberte raptado, dejándome ensangrentado en nuestra habitación, incapaz de retenerte. En mi rabia la emprendí a puñetazos con las paredes en las que aún resonaba tu voz, pero quería entender. ¿Cómo decirte que te amaba sin al menos ha- berlo intentado? A la fuerza, volviste a tu vida. ¿Te acuerdas?, siempre hablabas de las señales que la vida nos dibuja, pero yo no te creía, mas terminé por persuadirme de tu verdad, aunque esta noche en que te escribo estas líneas, aquí la verdad que im- pera sea la de lo peor que albergan los hombres. Te amé tal y como eras, y jamás querría que fueras de otra manera, te amé sin comp- renderlo todo de ti, convencido de que el tiempo me daría la manera de hacerlo; quizá en medio de todo ese amor olvidara a veces preguntarte si me amabas hasta el punto de ab- razar todo lo que nos separa. Quizá también nunca me dejabas tiempo de hacerte esta pregunta, como tampoco te lo dejabas a ti misma. Pero, a nuestro pesar, ese tiempo ha llegado. Regreso mañana a Berlín. Echaré esta carta en el primer buzón que vea. Te llegará, como siempre, dentro de unos días; si no me equivoco en mis cálculos, debería ser el 16 o el 17 de septiembre. Encontrarás en este sobre algo que guardaba en secreto; me habría gustado incluirte una foto mía, pero en estos momentos no tengo muy buen aspecto, y además sería un po- co presuntuoso por mi parte. Así que no es más que un billete de avión. Ya ves, ya no necesitarás trabajar largos meses para reunirte conmigo, si aún lo deseas. Yo también había ahorrado para ir a buscarte. Me lo había llevado conmigo a Ka- bul, tenía pensado mandártelo, pero como podrás ver… aún es válido. Te esperaré en el aeropuerto de Berlín el último día de cada mes. Si volvemos a vernos, juraré no separar a la hija que me des del hombre al que ame al- gún día. Y por muy diferente que sea, comprenderé a aquel que me la robe, comprenderé a mi hija, puesto que habré amado a su madre. Julia, nunca te guardaré rencor, respetaré tu elección, sea cual sea. Si no vinieras, si tuviera que marcharme solo de ese aeropuerto, el último día del mes, que sepas que lo comprenderé, es para decirte eso por lo que hoy te escribo. No olvidaré jamás el rostro maravilloso que la vida me regaló una tarde de noviembre, una tarde en que, habiendo recuperado la esperanza, trepé a un muro para caer en tus brazos, yo que venía del Este, y tú, del Oeste. Eres, y seguirás siendo en mi memoria, lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Me doy cuenta ahora de cuánto te amo al escribirte estas palabras. Hasta pronto, quizá. De todas maneras, estás aquí, siempre estarás aquí. Sé que, en alguna parte, respiras, y eso ya es mucho.
Te amo,
Tomas
Tomas
Extracto de "Las cosas que no nos dijimos"
Marc Levy
No hay comentarios:
Publicar un comentario