¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mías?
Miguel De Cervantes Saavedra
Para la Psicología, los rituales y pensamientos obsesivos frecuentemente se producen con un propósito y un enfoque basados en la edad. A través de ellos, solemos aprender nuestras primeras nociones del orden, limpieza y socialización; claro está, si es que una de estas no se vuelve tan significativa que no nos podemos desprender de ella, al grado de llegar a coartar nuestra propia libertad.
Alfonso Hernández Cruz, “Poncho”, como lo llamaban de cariño en su familia, había aprendido esto y más sobre el trastorno obsesivo compulsivo, una etiqueta impuesta por varios especialistas en salud mental, con la que empezó a vivir a partir de los veinte años, cuando notó que en su conducta había algo diferente a la de un chico promedio de su edad. Todas las mañanas, Poncho llevaba a cabo un ritual que marcaría su día, si es que todo salía bien, aunque, si algo desviaba el ritual, seguro que habría problemas. Al despertar, tomaba un baño y, al terminar, se miraba en el espejo frente al lavabo, en el que solo podía reflejarse su cara y su torso; luego palpaba y nombraba cada parte de su rostro: “Este es mi cabello, estos son mis ojos, esta es mi boca…” y así sucesivamente, hasta terminar mencionando hasta el más pequeño lunar que vislumbraban sus ojos. El ritual finalizaba cuando, al vestirse, se cercioraba de que toda su ropa estuviera correctamente colocada. Para ello, había establecido que la colocación de cada prenda tenía su propio número de pasos: para su camisa, contaba en voz alta hasta el siete, equivalente a los siete botones de este atavío, los que nunca debía poner de forma incorrecta; para el pantalón, eran dos pasos, para el cinturón tres y, para los zapatos, cuatro movimientos en cada nudo. Cualquier interrupción era motivo para empezar de nuevo todo el ritual, y, como una manera de evitarlo, una vez que ponía un pie fuera de la cama, salía de inmediato a su puerta y colocaba un cartel fosforescente escrito en letras mayúsculas que indicaba: “NO ESTOY, NI INTENTE TOCAR. VOLVERÉ EN DOS HORAS”. Luego se disponía a desconectar cualquier artefacto de su casa que pudiera ocasionar ruido, comenzando por los teléfonos y un reloj digital que tenía en la sala. Entonces, y solo entonces, después de haber realizado al detalle el ritual antes mencionado, podía salir de su casa. Alfonso había consultado a diversos especialistas en busca de un cambio y de entendimiento de su extraña conducta, y en ninguno encontró tanto apoyo como en José Luis Miller, un psicoanalista de edad madura, de quien recibía terapia desde hacía más de cinco años, sin ningún cambio significativo. A pesar de esto, el paciente asumía una persistencia y puntualidad solo atribuible al establecimiento de una buena transferencia. Cierto día, estando en la consulta, Alfonso contó a su analista un sueño que lo había dejado totalmente perplejo, y el cual no lograba entender: “Anoche soñé que era un niño, y la sombra de un hombre alto y robusto me jalaba del brazo con fuerza, luego me colocaba frente a un enorme espejo y me gritaba: ‘Tú no eres nada ni nadie’.
Entonces, desaparecía la sombra y me quedaba solo frente al espejo, más no podía reflejarme en él”. El psicoanalista hizo un ademán pensativo: “¿Podría usted hablarme de cómo fue la relación con su padre en la infancia?”, cuestionó, con su soporífero tono de voz. Alfonso respondió al instante con una mueca y trató de recordar: “Ya le he dicho antes que esa pregunta me incomoda, en realidad no tengo muchos recuerdos sobre mi padre, yo era muy pequeño cuando nos abandonó a mi madre, a mis hermanos y a mí, no hay nada de él que venga a mi mente, supongo que no tuvimos tiempo suficiente para convivir”, respondió con apatía el paciente. — ¿Y por qué se fue?, ¿te ha dicho tu madre? —replicó el analista. —No lo sé; antes de su fallecimiento, mamá siempre trató de ocultarme la razón que tuvo para marcharse —dijo Alfonso, mientras pretendía rascarse la cabeza, tratando de evadir la contumacia del experto. —Vamos Alfonso, es importante que recuerdes algún evento bueno o malo al lado de tu padre, esto podría ayudarte, después de tantos años de buscar una respuesta a tu conducta; hazlo por ti, se trata de tu terapia, tu camino personal hacia el cambio — expresó el psicoanalista, alzando la voz en un tono enérgico.
Alfonso Hernández Cruz, “Poncho”, como lo llamaban de cariño en su familia, había aprendido esto y más sobre el trastorno obsesivo compulsivo, una etiqueta impuesta por varios especialistas en salud mental, con la que empezó a vivir a partir de los veinte años, cuando notó que en su conducta había algo diferente a la de un chico promedio de su edad. Todas las mañanas, Poncho llevaba a cabo un ritual que marcaría su día, si es que todo salía bien, aunque, si algo desviaba el ritual, seguro que habría problemas. Al despertar, tomaba un baño y, al terminar, se miraba en el espejo frente al lavabo, en el que solo podía reflejarse su cara y su torso; luego palpaba y nombraba cada parte de su rostro: “Este es mi cabello, estos son mis ojos, esta es mi boca…” y así sucesivamente, hasta terminar mencionando hasta el más pequeño lunar que vislumbraban sus ojos. El ritual finalizaba cuando, al vestirse, se cercioraba de que toda su ropa estuviera correctamente colocada. Para ello, había establecido que la colocación de cada prenda tenía su propio número de pasos: para su camisa, contaba en voz alta hasta el siete, equivalente a los siete botones de este atavío, los que nunca debía poner de forma incorrecta; para el pantalón, eran dos pasos, para el cinturón tres y, para los zapatos, cuatro movimientos en cada nudo. Cualquier interrupción era motivo para empezar de nuevo todo el ritual, y, como una manera de evitarlo, una vez que ponía un pie fuera de la cama, salía de inmediato a su puerta y colocaba un cartel fosforescente escrito en letras mayúsculas que indicaba: “NO ESTOY, NI INTENTE TOCAR. VOLVERÉ EN DOS HORAS”. Luego se disponía a desconectar cualquier artefacto de su casa que pudiera ocasionar ruido, comenzando por los teléfonos y un reloj digital que tenía en la sala. Entonces, y solo entonces, después de haber realizado al detalle el ritual antes mencionado, podía salir de su casa. Alfonso había consultado a diversos especialistas en busca de un cambio y de entendimiento de su extraña conducta, y en ninguno encontró tanto apoyo como en José Luis Miller, un psicoanalista de edad madura, de quien recibía terapia desde hacía más de cinco años, sin ningún cambio significativo. A pesar de esto, el paciente asumía una persistencia y puntualidad solo atribuible al establecimiento de una buena transferencia. Cierto día, estando en la consulta, Alfonso contó a su analista un sueño que lo había dejado totalmente perplejo, y el cual no lograba entender: “Anoche soñé que era un niño, y la sombra de un hombre alto y robusto me jalaba del brazo con fuerza, luego me colocaba frente a un enorme espejo y me gritaba: ‘Tú no eres nada ni nadie’.
Entonces, desaparecía la sombra y me quedaba solo frente al espejo, más no podía reflejarme en él”. El psicoanalista hizo un ademán pensativo: “¿Podría usted hablarme de cómo fue la relación con su padre en la infancia?”, cuestionó, con su soporífero tono de voz. Alfonso respondió al instante con una mueca y trató de recordar: “Ya le he dicho antes que esa pregunta me incomoda, en realidad no tengo muchos recuerdos sobre mi padre, yo era muy pequeño cuando nos abandonó a mi madre, a mis hermanos y a mí, no hay nada de él que venga a mi mente, supongo que no tuvimos tiempo suficiente para convivir”, respondió con apatía el paciente. — ¿Y por qué se fue?, ¿te ha dicho tu madre? —replicó el analista. —No lo sé; antes de su fallecimiento, mamá siempre trató de ocultarme la razón que tuvo para marcharse —dijo Alfonso, mientras pretendía rascarse la cabeza, tratando de evadir la contumacia del experto. —Vamos Alfonso, es importante que recuerdes algún evento bueno o malo al lado de tu padre, esto podría ayudarte, después de tantos años de buscar una respuesta a tu conducta; hazlo por ti, se trata de tu terapia, tu camino personal hacia el cambio — expresó el psicoanalista, alzando la voz en un tono enérgico.
Alfonso cerró los ojos, los oprimió un instante, luego los destensó lentamente y así se mantuvo por varios minutos, hasta que decidió romper el silencio, aún con los ojos cerrados. —Estoy en mi cuarto, visto una pequeña playera estampada, juego con mi pelota. Ahora escucho un ruido en la recámara de junto, me asomo, sosteniendo mi pelota, la puerta está abierta y ahí se encuentran mis padres discutiendo. Mi madre llora y me pide que me retire, ¡mi papá la golpea tanto que la deja inconsciente sobre la cama...! “¡Detente!”, digo, pero no escucha. Después se dirige hacia mí, me toma del brazo y me conduce hacia un enorme espejo, frente al cual mamá solía arreglarse todas las mañanas. Me dice, en tono amenazador, “Mírate bien, ¿acaso te pareces a mí?, siempre lo sospeché, mírate bien, no eres nadie, no eres nada. ¿Acaso luces como yo? No, porque no eres mi hijo, no eres nadie”. Dicho esto, Alfonso cesó de hablar, se llevó las manos a la cabeza y comenzó a llorar: “No puedo más, no, no, no soy nadie”. El psicoanalista se restringió realizar acto cualquiera, hasta que vio disminuida su aflicción. —Dígame, Alfonso, ¿a quién buscas, entonces, todas las mañanas, cuando te miras al espejo? —expresó el analista. El paciente tornó su semblante de congoja al de asombro: “¡Eso es!”, dijo, con efusividad. — ¿Acaso dudas de tu propia existencia? ¿Cómo te demuestras a ti mismo que existes realmente? ¿Cómo sabes que eres tú? —enfatizó el psicoanalista. Esas preguntas fueron para el paciente lo análogo a la iluminación budista, un insight, hacer clic… qué más daba nombrarlo de modo alguno, si había generado un cambio. Ni cinco años de terapia, ni tres de medicarse con Paroxetina le habían revelado a Alfonso lo que una noche descubrió a través de un sueño. La sesión se dio por terminada, Alfonso se despidió de José Luis de la forma habitual, pero ambos intuían que sería la última vez que se verían, al menos, como terapeuta y paciente. Al anochecer, cuando el psicoanalista hubo terminado todas sus consultas, se retiró a casa, y al llegar, dio lugar a una peculiar rutina que hacía años venía efectuando: estacionó su coche frente a la acera de su domicilio, aplaudió dos veces al bajar, dio dos pasos a la derecha, dos a la izquierda, caminó con cautela sólo sobre los mosaicos rojos de su terraza, hasta quedar justo frente a la puerta, donde, con sus dos manos colocó la llave, giró la perilla y finalmente entró a su solitario hogar.
"Cuentos de locura para psicólogos cuerdos"
Pedro E. Vasquez
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Pedro E. Vasquez
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