miércoles, 19 de marzo de 2014

"El Vuelo de los Cóndores"


Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.

–Ése es el barrista –decían unos. señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana. 

–Aquél es el domador.

Y señalaban a un sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, foete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.

–Éste es el payaso, dijo alguien.

El buen hombre volvió la cara vivamente.
–¡Qué serio!

–Así son en la calle.

Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y
los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la escuela quiénes eran, cómo eran y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba oscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.

–¡Cómo! ¿Dónde has estado?

Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.

–Nada –apunté con despreocupación forzada– que salimos tarde del colegio... 

–No puede ser, porque Alfredito llegó a su casa a las cuatro y cuarto...

Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevía a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente:

–Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir?...

Yo no respondí nada. Mi madre agregó:

–¡Está bien!...

Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada.
Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.
–Oye –me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente –anda a comer...

Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidenta, mi abnegada compañerita, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.

–¿Ya comieron todos?, le interrogué.

–Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol...

–Oye, le dije, ¿y qué han dicho?

–Nada; mamá no ha querido comer...

Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde.

–Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer.

–No, no quiero.

–Pero oye, ¿dónde fuiste?...

Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!

–Cuántos volatineros hay –le decía–, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe de ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y el payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah!, ¡es un circo espléndido!

–¿Y cuándo dan función?

–El sábado....
E iba a continuar, cuando apareció la criada:

–Niñita. ¡A acostarse!

Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me 
dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro 
concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí; 
me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo 
la hacía sufrir, que yo no la quería... 
¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan 
pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas 
cayeron juntas de sus ojos, y yo, que hasta ese instante me había contenido, 
no pude más y sollozando le besé las manos. Ella me dio un beso en la 
frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme me 
había perdonado! 
Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció 
la mejilla, que besé, y me dejó acostado. 
Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama 
descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de 
puntitas como había entrado: 
–Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo... 
 
 II 
 
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los 
personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el 
caballo, y, en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me 
miraba sonriente. ¡Qué buena debía de ser aquella criatura tan callada y 
delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el 
payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba 
vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, 
quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada 
lánguida. 
Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron 
del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás 
había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; ¡qué oso tan 
inteligente! y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al 
circo... 
Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó 
pausadamente un sobre. 
–¡Entradas! –cuchichearon mis hermanos. 
–¡Sí, entradas! ¡Espera!... 
–¡Entradas! –insistía el otro. 
El sobre fue a poder de mi madre. 
Levantóse papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de
nuestros asientos, rodeamos a mi madre. 
–¿Qué es? ¿Qué es?... 
–¡Estarse quietos o... no hay nada! 
Volvimos a nuestros puestos. Abrióse el sobre y ¡oh, papelillos morados! 
Eran las entradas para el circo; venía dentro un programa. ¡Qué 
programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano 
mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla! 
El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador 
Míster Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el 
caballo matemático; el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del 
Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El vuelo 
de los cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea. 
Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa 
niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados 
mis hermanos el circo, y yo, pensando, me fui al jardín, después a la escuela, 
y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas. 
 
 III 
 
A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros 
cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos. 
–¡El convite! ¡El convite!... 
–¡Abraham, Abraham!, gritaba mi hermanita. ¡Los volatineros! 
Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme 
de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la 
banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba 
delante dando atronadores compases, después, en un caballo blanco, la 
artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos 
desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con 
casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la 
brida; después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus 
musculosos brazos en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la 
bellísima criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, muy 
engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de 
muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de 
la música. 
En la esquina se detuvieron y "Confitito" entonó al son de la música esta 
copla: 
 
Los jóvenes de este tiempo 
usan flor en el ojal y dentro de los bolsillos 
no se les encuentra un real... 
 
Una algazara estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó 
éste su cónico sombrero, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el 
bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los 
rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los 
seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana 
multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso 
camino. 
 
 IV 
 
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. 
Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su 
"Carlos Alberto". Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, 
que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba 
su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; 
soltóse el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron. 
Llegamos por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una 
estrecha calle. Un grupo de gentes se estacionaban en la puerta que 
iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada, en 
la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con 
las armas de la patria estaba la espumosa y blanca chicha de maní, la 
amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras, que eran panes 
en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con 
cebollas picadas en vinagre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes 
pescados, la "causa", sobre cuya blanda masa reposaban graciosamente el 
rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los 
repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vendedoras... 
Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio 
pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, 
levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, 
piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada. 
–¡Segunda! –gritaron todos, aplaudiendo. 
El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran 
círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la 
platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante 
los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de 
aquella noche. 
Sonó largamente otro campanillazo.. 
–¡Tercera! ¡Bravo! ¡Bravo! 
La música comenzó con el programa: Obertura por la banda. 
Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al 
centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, 
graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, 
vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía. 
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y 
retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó 
un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró retorcido 
vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de vientre; hizo 
rehiletes y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el 
centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del 
programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata 
desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos 
eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. 
Salió Míster Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó 
el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al 
terminar el segundo entreacto: 
–¡El vuelo de los cóndores! 
 
 V 
 
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca 
roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, 
que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo 
de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre los artistas 
Miss Orquídea, con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó 
graciosamente, colgóse de una cuerda y la ascendieron al estrado. Paróse en 
él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba 
consistía en que la niña tomase el trapecio, que pendiendo del centro le 
acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el 
espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar 
de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto. 
Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se 
lanzó mientras el bombo –detenida la música– producía un ruido siniestro y 
monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo 
porque aquella niña rubia y triste no volase! Serenamente realizó la peligrosa 
hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba, y cuando la niña 
se instaló nuevamente en el estrado y saludó segura de su triunfo, el público 
la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía 
aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, 
se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba, giraba 
como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El 
público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano 
habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse. 
Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el 
silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque 
saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó... 
¿Qué le pasó a la pobre niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a 
destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó 
como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la salvó de la 
muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, 
escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos 
hombres y en medio del clamor de la multitud. 
Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo 
y triste, oyendo los comentarios, no sé qué cosas pensaba contra esa gente. 
Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos... 
 
 VI 
 
Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; 
la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después 
caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía 
funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el 
Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del 
público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea. 
El sábado siguiente, cuando había vuelto de la escuela, y jugaba en el 
jardín con mi hermana, oímos música. 
–¡El convite! ¡Los volatineros!... 
Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?... 
¡Con qué ansias vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus 
golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, los platillos 
estridentes, los acróbatas, y, después, el caballo de Miss Orquídea, solo, con 
un listón negro en la cabeza... Luego el resto de la farándula, el mono 
impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido... 
¿Dónde estaba Miss Orquídea?... 
No quise ver más; entré en mi cuarto y por primera vez, sin saber por 
qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista. 
 
VII 
 
Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la escuela, por la 
orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas 
mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, sentéme a 
descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda 
quedaba. Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi 
espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, 
mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en 
un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil. 
Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me 
miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía de estar! Seguí a la escuela y por la 
tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré 
cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah quién 
pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante 
ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, 
pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho 
tiempo a su lado. 
Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces 
tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquel día salía 
vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el 
muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. 
Me encaminé a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto 
llegaron los artistas en medio de gran cantidad de pueblo y de granujas que 
rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los 
brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura. Metíme 
entre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña 
buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al 
pasar junto a mí: 
–Adiós... 
–Adiós... 
Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la 
vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste 
con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba 
con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo 
como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más 
que el bote pequeño que se perdía tras el vapor... 
Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la escuela, sentado en la 
terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi 
perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su 
cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo. 


                                                                          Abraham Valdelomar

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